Colombia: La maldición de los recursos naturales
Colombia:
La maldición de los recursos naturales 24 enero, 2011
“¿Por qué
estos territorios,
siendo
los más ricos,
están
condenados
a ser los
más pobres?”
Líder
afrocolombiano de Nariño
Entre la
vida, el desarraigo y la resistencia
Ahora que
la cotización del oro alcanzó un máximo histórico (1.315 dólares por onza) y
las empresas extractoras se precipitan con avidez sobre ríos y montañas tras
este mineral, considerado la única y más segura moneda global, vuelven a ser
asediados los territorios de campesinos, indígenas y negros, avivando
nuevamente el debate sobre la paradójica desventaja de tener territorios
abundantes en minerales, hidrocarburos, maderas, suelos, biodiversidad y otros
recursos naturales, de importancia estratégica para el insaciable crecimiento
económico de los países desarrollados. Pero también trayendo otra vez al
presente el tema sobre el subdesarrollo de las naciones, cuyas economías se
basan en la extracción de recursos naturales, y para el caso del Pacífico
colombiano y el Amazonas peruano (sólo para mencionar dos de los muchos
ejemplos en Latinoamérica y el mundo), la violencia a los pueblos indígenas y
afrocolombianos, relacionada con la explotación de los recursos naturales de
sus territorios.
Esta
problemática no es nueva. Ya en los años 60 del siglo pasado, cuando estaban en
boga las teorías de la dependencia, el economista hindú Jagdish Bhagwati
mostraba como las actividades extractivistas funcionaban a modo de ‘enclaves’
que succionan recursos de una región, generando en ella la dependencia
económica y el subdesarrollo, al establecer una cadena de transferencias de
recursos, cuyos beneficiarios finales son las economías externas de los países
industrializados, ya que allí estos recursos son parte substancial de su
economía.
Los
recursos más visibles son los hidrocarburos y minerales, pero aquí están
comprendidos también otros productos de los bosques tropicales y los que
provienen del uso del suelo, como la caña de azúcar, la palma aceitera, la
soja, etc. (y lo que posteriormente, con la revolución de la biología y la
genética adquirió gran importancia: la biodiversidad y los conocimientos
tradicionales de los pueblos indígenas). Mientras que para las regiones
exportadoras, estos recursos primarios son productos acabados, para las
economías centrales que los importan son insumos de producción.
En
síntesis, la extracción de productos primarios no sólo es inducida y depende de
la demanda de la economía mayor importadora, sino que no aporta al desarrollo
propio y autónomo de la economía de la región exportadora de recursos
primarios. Estas economías de ‘enclave’ hacen parte y son regidas por las
necesidades de crecimiento de las economías externas, que son sus ‘centros
motrices’.
Así ha
sido siempre. Desde la Conquista hasta hoy. Hasta hace poco, nuestros países,
antes que ser repúblicas, eran mercados: del oro, del azúcar, de las pieles,
del banano, de la carne, del estaño, del cobre, del carbón, del hierro, del
café, últimamente de la coca. Aún siendo repúblicas, la característica no era
tener una Constitución política. El término de ‘repúblicas bananeras’ para
referirse a nuestros países, expresa (no exento de sarcasmo) esta condición.
En
ninguna región pobre del mundo se han presentado despegues económicos con base
en la explotación de sus recursos naturales. Peor aún las poblaciones se han
empobrecido más (¿se acuerdan de los indígenas de Arauca?) “El petróleo
empobrece”. Las esmeraldas, el oro, el carbón también. Aquellas regiones con
abundantes recursos naturales, con muy pocas excepciones, son hoy
subdesarrolladas.
Para
Moisés Naím “esto ocurre no a pesar de sus riquezas naturales, sino debido a
ellas”. En muchas regiones del país, caracterizadas por su baja gobernabilidad,
sin instituciones estables y ausencia de democracia y transparencia en las
gestiones de gobierno, los beneficios que genera la explotación de recursos
naturales, se concentran en pocas manos, en una élite que excluye a los demás
pobladores del desarrollo social, ejerciendo un dominio asfixiante sobre
indígenas, negros y campesinos y promoviendo de forma legal o ilegal su
desplazamiento. Este es el caldo de cultivo para todo tipo de violencias, que
suelen aflorar allí, donde se produce riqueza sin generar capital social y
desarrollo económico.
En cuanto
al tipo de economía, el Pacífico colombiano no parece haber cambiado en los
últimos 50 años, en lo que respecta a la relación entre productos primarios y
productos manufacturados de la región. Intentos por desarrollar una
agroindustria con base en sus potencialidades naturales, siempre han sido
socavados por bonanzas de materias primas: el oro y otros minerales, maderas
finas, aceite de palma, en un futuro cercano coltán y sabrá el cielo cuantas
más habrán en el futuro. Estas demandas obedecen al desarrollo industrial que
experimentan países que como China, Corea del Sur y otros países del Sureste
asiático, se han convertido en exportadores de productos manufacturados,
desarrollando una descomunal capacidad de consumo de productos sin valor
agregado, induciendo la reprimarización de las economías de aquellos países
pobres con abundantes recursos naturales, inhibiendo su diversificación y
subordinando su desarrollo económico a los requerimientos del capital de las
nuevas ‘metrópolis’.
Las
regiones afectadas por la maldición de los recursos naturales están condenadas
a depender cada vez más de la producción de sus principales materias primas.
Esto fortalece a aquellos grupos económicos que se benefician de la explotación
de estos recursos, lo que conduce a su empoderamiento político y a un control
cada vez más excluyente de los gobiernos locales. Debido a que no dependen
exclusivamente de transferencias e impuestos (que también controlan) para
retener su poder político, se dan el lujo de desconocer las demandas de sus
ciudadanos, que a su vez son cooptados mediante un sistema clientelista que
reparte dádivas y auxilios, que desestimulan el control ciudadano sobre la
gestión pública. Se crea así un círculo vicioso de mutuas dependencias, cuyo
resultado final es la corrupción en todas las áreas de la vida social y
política, que alcanza también a las organizaciones sociales.
Para el
caso de los países latinoamericanos, el porvenir no es halagador, pues según
Riordan Roett, director de la universidad John Hopkins y analista en temas
políticos y económicos latinoamericanos, “mientras los precios de las materias
primas se mantengan altos (y todo augura que continuarán así, a no ser que
hayan dificultades en Asia), la dependencia de la exportación de productos
primarios parece ser, para bien o para mal, el futuro de la región”. Brasil
continuará dependiendo de la exportación de hierro, soja y petróleo; Chile del
cobre, Ecuador y Venezuela del petróleo, Bolivia del petróleo y el gas, etc.
Colombia y Perú aspiran a engancharse lo más pronto posible a ese crecimiento
de la demanda por materias primas, para convertir a los hidrocarburos y a la
minería en actividades estratégicas, (las “locomotoras”) para el crecimiento de
sus economías.
En lo que
respecta a Colombia, el Banco de la República señala que para el año de 2010 (a
septiembre) la inversión extranjera directa, había ascendido a 6.714,2 millones
de dólares, de los cuales el 83% (5.598,7 millones) fueron a la minería y a la
exploración de hidrocarburos. En 2009, los sectores de la minería y los
hidrocarburos habían sido fortalecidos con 6.818,8 millones de dólares. Esta
abundante presencia de capitales en el sector de la minería y en la actividad
petrolera es una evidencia de los avances de la ‘seguridad democrática’, eje
central del gobierno de Álvaro Uribe Vélez para crear la necesaria ‘confianza
inversionista’ que ofrezca garantías a la inversión extranjera, atraída también
por beneficios tributarios. Con la misma lógica, el gobierno de Juan Manuel
Santos promete continuar con la promoción de la minería como el motor del
desarrollo económico para la “prosperidad democrática”, con la cual se cosechan
los logros de la seguridad democrática.
Hay una
gran contradicción en la presentación de la minería como la locomotora del
desarrollo económico para la prosperidad democrática. Una contradicción que el
gobierno ha sido diligente en tapar con un llamativo plan de resarcimiento de
derechos a las víctimas de la violencia, con una ley agraria que además de
devolver tierras, cambia el uso de suelos a favor de la agricultura, lo que
permitiría acabar con grandes e improductivos latifundios ganaderos y
recomponer la economía campesina al reintegrar no solo a los campesinos
desplazados por la violencia, sino a los desplazados por la pobreza y
desatención que ha tenido el campo. A esta política agraria que ha despertado
otra vez optimismo en los colombianos, se contrapone una política minera
diseñada para beneficiar de manera exclusiva a los intereses de las grandes
compañías extranjeras. Una política minera que está causando estragos en
comunidades negras, indígenas y campesinas, por los impactos ambientales,
económicos y sociales que genera y que auguran ser similares a los causados por
la violencia paramilitar para apropiarse de las tierras.
La
diferencia es que esta vez serían ‘desplazados ambientales’, porque sus
tierras, dadas en concesión para la explotación minería se convertirán en
paisajes lunares, con aguas contaminadas, suelos devastados y vida silvestre
arrasada (¿les dice algo el Bajo Cauca, Suarez, Timba, Zaragoza en Colombia y
Madre de Dios en la Amazonia peruana?). Es una contradicción que a las
organizaciones sociales de indígenas, negros y campesinos, aliados con sectores
ambientalistas les incumbe resolver. Pero ya sabemos hasta donde los gobiernos
pueden llegar para quebrar la oposición de los indígenas a la explotación
petrolera en sus territorios ¿Alguien se acuerda de los u’wa en Colombia y los
aguaruna en Bagua?.
A pesar
de que los territorios de estos pueblos tienen abundantes recursos, no por eso
tienen que sucumbir a la ‘maldición de los recursos naturales’ y permanecer
condenados a ser pobres. Pues es posible desarrollar economías eficientes
(incluyendo la explotación de recursos naturales) que sean propias y
compartidas por todos los pobladores (economías interculturales las
llamaríamos): Economías que impliquen un equilibrio entre la satisfacción de
las necesidades de los pobladores del campo y la viabilidad ecológica, cultural
y económica de los medios empleados para sufragarlas.
A las
organizaciones que encuentren el camino y se ingenien los mecanismos para hacer
realidad estas economías, habría que darles, como lo propone Moisés Naím, “el
premio Nobel. No el de Economía. El de la Paz”.
Cartagena
de Indias, octubre 2 de 2010.
—
* Pensado
y Tejido por Efraín Jaramillo Jaramillo. El autor del artìculo es antropólogo
colombiano, director del Colectivo de Trabajo Jenzerá, un grupo
interdisciplinario e interétnico que se creó a finales del siglo pasado para
luchar por los derechos de los embera katío, vulnerados por la empresa Urra
S.A. El nombre Jenzerá, que en lengua embera significa hormiga fue dado a este
colectivo por el desaparecido Kimy Pernía.
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